Miércoles 8. Problemas con las señales de internet. Ayer, martes, me
pasé toda la tarde y la noche hasta las 3 de la madrugada de hoy
intentando enviar mi segunda crónica, pero fue imposible. Incluso esta
mañana del miércoles, cuando lo primero que hago al despertar es revisar
si hay conexión. Y nada. Voy hasta el conserje del hotel a preguntar si
existe algún cyber cercano donde pueda conseguir señal, y me dice que
el problema no es sólo en el hotel sino en todo Siria. Lo mismo ocurre con la telefonía. Dicen que es un sabotaje continuo que comenzó en noviembre.
No me queda sino seguir esperando. El problema es que tenemos una
serie de actividades planificadas para cada día, y los datos que recojo
se acumulan. Y crece mi ansiedad por enviar a los leyentes de las redes
sociales algo de lo no mucho que alcanzo a recoger. Aquí no puedo hacer
como en Palestina, donde hace cuatro años estuve un mes y me dediqué a
recorrer calles y ciudades sin pausa, conversando con toda la gente.
Allá, en Cisjordania, la única certeza de inseguridad eran (son) las
incursiones del ejército israelí. Pero aquí está plagado de infiltrados
de todas las nacionalidades: turcos, chechenos, libios, franceses,
alemanes, españoles, que forman parte de los atacantes, según me dicen. Y
entre ellos hay suicidas dispuestos a cualquier cosa. Razón por la cual
nos aconsejan no salir solos ni alejarnos del hotel, salvo con Fady
Marouf.
La Siria que conocí hace seis años no es la misma de ahora, al menos
en el espíritu que planea en el aire. Este pueblo pacífico, de dación
para estudiantes de todas partes del mundo, de producción más que
suficiente para el autoabastecimiento de aproximadamente 23 millones de
habitantes, tiene hoy un perfil diferente. Y me angustia la impotencia
de no poder desplegarme como quisiera.
Pero me arriesgo un poco y salgo a caminar por el centro de Damasco, a
sólo pocas cuadras del hotel. Hay soldados por todas partes y hombres
vestidos de civil que no ocultan ser agentes del gobierno. Están con las
antenas alertas a cualquier movimiento sospechoso. Enfilo una calle y
cruzo la otra acera. Allí me grita un hombre armado que está haciendo
revisiones a la gente en la vereda. Me pide que abra mi mochila, la
palpa, y con una sonrisa y una palmada al hombro me deja seguir.
Entonces, pienso en lo que me contó Luis Brizuela, el corresponsal de
Prensa Latina, que llegó hace seis meses aquí y ya fue detenido en
numerosas ocasiones. “Principalmente porque mi perfil afro me hace
aparecer como un sospechoso, debido a la cantidad de terroristas
africanos que merodean”, me había dicho. “Tú, en cambio, puedes ser un
egipcio o un árabe, que también los hay”, agregó.
Ayer, antes de ir a conversar con el vicecanciller de Siria, mientras
la televisión me entrevista en la explanada del hospital militar,
observé que no lejos de mí llevaban caminando a un joven esposado. Lo
conducía un soldado también joven. Mientras yo hablaba, me pregunté por
qué. ¿Tal vez un ladrón o un sospechoso de vaya a saber qué? ¿O es un
terrorista que fue herido en algún enfrentamiento y ahora, ya
recuperado, lo sacaban del hospital para enviarlo a ser juzgado ante la
ley? Difícil saberlo, mientras uno se concentra a la vez en lo que está
diciendo ante cámaras y el detenido y el soldado se van, se pierden.
Cuántas historias como estas se me escapan sin poder atraparlas. Pero
la urgencia y precisión de horarios con que debemos movernos nos
impiden más de lo que quisiéramos. Es que el peligro está latente. Y en
estas circunstancias, todos podemos ser sospechosos.
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